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iempre me ha gustado escuchar a
los demás. Disfrutar de
historias que narran acontecimientos pasados y presentes, tal vez incluso los hechos futuros, es mi pasatiempo favorito. Cuando era
niña, gozaba enormemente
de las conversaciones que se construían en
los momentos de más intimidad familiar;
cuando se preparaba la comida, en las sobremesas,
en las tardes o ya en las noches antes de ir a la cama. A través de esas
conversaciones me fui haciendo dueña de un
mundo que me pertenecía por herencia
y que me enriquecía con su carga de verdad aprendida con el correr de los años por todas las generaciones que me precedieron. Así aprendí todo tipo de historias de amores y desengaños, aprendí recetas caseras —muchas de ellas más útiles que las que me proponían los cada vez más caros médicos de los hospitales modernos—, aprendí remedios útiles para hacer la vida más fácil y placentera, y, por supuesto, aprendí a
cocinar. Sin embargo, pronto me di cuenta que cuando preparaba un platillo, no
solo ponía en juego todos aquellos conocimientos que llegaron a mí de boca en
boca, sino que las labores culinarias, cargadas de recuerdos interiores,
propiciaban la llegada de otras voces, más sutiles, pero también más poderosas
que los sonidos puramente físicos de las ollas en la cocina, era una especie de
conocimiento que parecía desprenderse de las cosas, como si de ellas o por
ellas surgiera.
Y no podía dejar de pensar en las radios, en esos aparatos electrónicos que nos permiten escuchar voces lejanas, palabras viajeras, música de ultramar. Las radios me encantaban, pues a través de ellas mis oídos crecían descomunalmente, lo mismo que mi baúl para recolectar historias ajenas. Más tarde, cuando comencé a escribir, tuve la misma experiencia que en la cocina. Yo ya había oído hablar de la inspiración, pero hasta que me dediqué de lleno a la escritura no supe verdaderamente en qué consistía. Aquello que mis maestros me habían enseñado acerca de los entes femeninos llamados Musas, que bajaban desde su morada solar a susurrar en el oído de los creadores todo lo que debían hacer, se transformó en una realidad para mí. Cuando me disponía a escribir, más allá de las ideas concretas y la disciplina propia del oficio, descubría voces sutiles que siempre sabían sacarme de los aprietos de no saber cómo, hacia dónde continuar, o cómo rematar una situación o la trayectoria de un personaje. Pensé que esto debía ser un proceso parecido al que ocurre cuando un aparato de radio se pone en la frecuencia indicada para recibir las ondas emitidas por una estación, que debía de ser un proceso de comunicación por medio de vibraciones. Cuando veía la televisión, me sentía igualmente fascinada. ¿Cómo era posible que esos cuerpos aparecieran a la distancia y con toda nitidez? Y si se podía viajar en el espacio, ¿no sería posible también transportarse en el tiempo?
Y no podía dejar de pensar en las radios, en esos aparatos electrónicos que nos permiten escuchar voces lejanas, palabras viajeras, música de ultramar. Las radios me encantaban, pues a través de ellas mis oídos crecían descomunalmente, lo mismo que mi baúl para recolectar historias ajenas. Más tarde, cuando comencé a escribir, tuve la misma experiencia que en la cocina. Yo ya había oído hablar de la inspiración, pero hasta que me dediqué de lleno a la escritura no supe verdaderamente en qué consistía. Aquello que mis maestros me habían enseñado acerca de los entes femeninos llamados Musas, que bajaban desde su morada solar a susurrar en el oído de los creadores todo lo que debían hacer, se transformó en una realidad para mí. Cuando me disponía a escribir, más allá de las ideas concretas y la disciplina propia del oficio, descubría voces sutiles que siempre sabían sacarme de los aprietos de no saber cómo, hacia dónde continuar, o cómo rematar una situación o la trayectoria de un personaje. Pensé que esto debía ser un proceso parecido al que ocurre cuando un aparato de radio se pone en la frecuencia indicada para recibir las ondas emitidas por una estación, que debía de ser un proceso de comunicación por medio de vibraciones. Cuando veía la televisión, me sentía igualmente fascinada. ¿Cómo era posible que esos cuerpos aparecieran a la distancia y con toda nitidez? Y si se podía viajar en el espacio, ¿no sería posible también transportarse en el tiempo?
Cuando conocí a Jorge Berroa, un médium cubano,
recibí una explicación a mis inquietudes de comunicación con el pasado. A través
de los médiums era posible comunicarse con otras frecuencias de vibración y
transformar la información recibida en un lenguaje comprensible para los oídos
humanos, pues ellos eran como un aparato de radio o de televisión, pero
humanos. Bueno, no les voy a presumir que de entrada llegué a esta conclusión.
Me llevó un tiempo aceptarlo. Lo primero que pensé de Jorge Berroa fue que era
todo un demente. Lo conocí en mi fiesta de cumpleaños, cuando él estaba recién
llegado a México. De inmediato nos caímos bien, pero cuando Jorge se me acercó
y me dijo en plena celebración: «Oye, que dicen que hagas... tal cosa». No
viene al caso informarles de lo que le pidieron a Jorge que me dijera, los voy
a dejar con la eterna curiosidad, pero lo que sí les digo sinceramente es que
en ese momento yo pensé que Jorge, que para mí era un desconocido en aquel
tiempo, estaba loco de atar. ¿Qué decían qué? ¿Quiénes decían? ¿Por qué yo no
oía nada? ¿Quién lo había invitado a mi fiesta? A los pocos días comprendí
perfectamente el mensaje de Jorge y quedé impresionada. Acudí a casa de Berroa
en busca de respuestas y tuve la fortuna de poder conversar con don Antonio
Cortina, un hombre ya muerto, pero muy vivo, quien habla a través de él. A
partir de entonces, Jorge y don Antonio se convirtieron en mis amigos
entrañables. Gracias a ellos, descubrí, al igual que cuando percibía los
sonidos de la inspiración, que la experiencia de conversar con seres que están
en otros planos de la existencia formaba parte de una herencia que nos correspondía
a todos por igual, como la sabiduría heredada de nuestros antepasados, el
conocimiento humano acumulado a través de los siglos o nuestras recetas
familiares.
Ahora, otro muy querido amigo, Antonio Velasco Pina,
nos permite penetrar en la historia personal de Jorge Berroa, un médium con
cualidades excepcionales, dotado de un aparato receptor capaz de recibir las
vibraciones emitidas por seres que nos precedieron. Solo con una sensibilidad
como la de Jorge es posible captar las sutiles vibraciones que pertenecen a
planos superiores de conciencia para hacerlas presentes en este plano de
realidad. Los consejos de don Antonio contienen tal carga de sabiduría y verdad
que inspiran un estado de paz y de fortaleza interior a cualquier persona que
tiene algún contacto con ellos. Antonio Velasco Pina consigue en este libro una
narración tan atractiva e interesante que no nos es posible hacerla a un lado
hasta que la damos por terminada. Este libro ha sido escrito para todos
aquellos que saben que un aparato puede recibir señales de una estación
radiodifusora o de un televisor y convertirlas en voces y en imágenes cercanas.
Este libro fue escrito para aquellos que pueden aceptar que en este universo
todo vibra, la luz, el sonido, los astros, las piedras, y que existen seres
como Jorge Berroa que son capaces de captar y transformar esas vibraciones en
voces que trabajan para lograr el bienestar y provecho de todos los seres
humanos.