Beethoven toma la palabra


E
VARISTO FIGUEROA, el encargado de la selección de concursantes al nuevo programa de la C.M.Q., observó con escrutadora y desconfiada mirada a la persona que tomaba asiento frente a su escritorio. Se trataba de un joven mulato de unos 19 años de edad, alto, de recia musculatura y firmes facciones, cuya chispeante mirada ponía de manifiesto una inquieta y vivaz inteligencia. El señor Figueroa no pudo ocultar su sorpresa al leer cuál era el tema escogido por el joven para tomar parte en el concurso.

—¿Beethoven? ¿Qué tanto puedes saber tú sobre música clásica? ¿Por qué no escogiste mejor algo relativo a la música afrocubana?

La respuesta a sus preguntas fue tan solo una retadora mirada.

—Está bien —concluyó—, ven el próximo viernes a las nueve para que te hagan una prueba con preguntas sencillas sobre ese tema; si la pasas, te pongo en la lista de concursantes.

Aun cuando el joven pasó sin un solo error la prueba de admisión, su inclusión como participante en el programa no fue tan fácil. En realidad el señor Figueroa tenía fuertes prejuicios racistas y le molestaba que alguien que no era blanco pretendiese ostentarse como conocedor de música clásica. Afortunadamente, el director de la estación, señor Joaquín Condall, era una persona de amplio criterio y nobles sentimientos, que al conocer del caso resolvió de inmediato en favor del solicitante. El señor Figueroa tuvo que acatar la decisión de su jefe, pero juzgó que cobraría un pronto desquite, maniobrando de tal forma que el cuestionario de preguntas resultase de tan alto grado de dificultad que el concursante quedase eliminado a las primeras de cambio.

El joven concursante inició su participación televisiva en el estreno mismo del programa «Esta Noche en C.M.Q.». El conductor del evento era el conocido locutor Germán Pinelli, personaje dotado de recia e inconfundible voz, así como de una desbordante locuacidad y de una gran simpatía. El programa tenía lugar todos los miércoles a las 10 de la noche, y en cada ocasión, si el participante respondía adecuadamente a las preguntas que se le formulaban, decidía entre retirar el dinero que ya había ganado o seguir concursando, sobre la base de que lo mismo podía doblar sus ganancias que perder todo lo obtenido.

Ya desde los primeros intercambios de preguntas y respuestas, el concursante sobre la vida y obra de Beethoven dio muestras de poseer al respecto profundos conocimientos, pues no se concretaba a dar una escueta contestación a las interrogantes que se le planteaban, sino que añadía siempre toda una serie de detalles complementarios al asunto en cuestión; pero fue a la tercera semana de haber iniciado su participación cuando sus comentarios tomaron un singular e inesperado giro.

En el más amplio y elegante de los salones de actos de la televisora resonó la voz del locutor Pinelli:

—Y ahora, mi talentoso y joven amigo, tras de escuchar el siguiente fragmento musical, díganos a qué obra del genial compositor de Bonn pertenece.

Durante cerca de medio minuto el espacio transmitió a las televisiones sintonizadas con la C.M.Q. una música vigorosa y concisa.

—Es la gran Sonata para piano en fa sostenido Op 78 —respondió el interrogado, para enseguida añadir—: Esta sonata está dedicada a Theresa Brunswick, llevó a Beethoven mucho tiempo componerla y la concluyó durante su estancia en el Castillo de Martonvasar.

Acto seguido el rostro del concursante reflejó una extraña expresión, como si estuviese haciendo un esfuerzo para prestar atención a lejanas voces de las cuales era tan solo una especie de eco. Primero lentamente y con vacilante acento, pero luego con gran fluidez y seguridad, comenzó a disertar sobre los sentimientos que habían inspirado la creación de la sonata de la que se acababan de escuchar algunas notas. Era una obra musical que reflejaba las encontradas emociones de un hombre que amaba apasionada y desesperadamente a una mujer, pero que no se atrevía a manifestarle abiertamente a esta sus sentimientos, pues consideraba que su amor tenía tan elevado grado de sublime espiritualidad que jamás podría alcanzar su plenitud en el plano terrenal y material, ya que cuanto acontece en este está sujeto a cambios y es perecedero.

El locutor Pinelli sabía muy bien que la participación del concursante había rebasado con mucho la duración del tiempo que para él se tenía prevista, pero no solo se abstuvo de interrumpir su exposición, sino que al concluir esta pidió que se transmitiese nuevamente un fragmento de la sonata en cuestión. Así se hizo, y esto fue causa de imprevisibles consecuencias. La inmediata y primera fue el llanto que al escuchar la música se generó en buena parte del auditorio presente en el salón de actos del estudio. Otro tanto ocurría en numerosos televidentes que en muy distintas partes de la isla habían presenciado el programa a través de sus pantallas. Y es que aquella música expresaba de forma insuperable la aspiración de poseer un amor de carácter eterno que subyace en lo más profundo del alma humana.

El señor Figueroa recriminó airadamente al locutor Pinelli el que hubiese permitido al concursante explayarse hablando sobre lo que le daba la gana, pero el director de la estación felicitó y apoyó la conducta del locutor. Las incesantes llamadas y el alud de telegramas y cartas que llegaban a la estación conteniendo emocionados y elogiosos comentarios sobre lo ocurrido en el programa, eran la mejor prueba del éxito alcanzado por este y de la consiguiente elevación del raiting que ello produciría.

Las subsecuentes actuaciones del joven concursante siguieron una línea muy semejante a lo acontecido en el tercer programa. Tras de dar respuestas siempre correctas a las preguntas cada vez más difíciles que se le hacían, procedía a disertar sobre los motivos y propósitos que habían guiado al compositor alemán a crear una determinada música, así como los sentimientos que esta intentaba comunicar. Finalmente, se repetía la transmisión de la obra musical sobre la que habían versado las preguntas.

Tal y como pronosticara el director de C.M.Q., la audiencia del programa fue subiendo semana a semana hasta alcanzar increíbles niveles. De hecho terminó por generar una especie de beethovenmanía en la isla, que se tradujo en la frecuente inclusión de las obras del compositor alemán en programas de radio y televisión, grandes ventas de los discos que contenían su música y concurridas asistencias a las conferencias en las que se abordaban la vida y la obra de Beethoven. Y es que un gran número de personas habían descubierto que ellas también podían sentir y vibrar con las notas de un músico cuyo nombre tan solo había significado hasta entonces el de alguien famoso, pero al que habían considerado distante y desconectado de su realidad y sentimientos.

La noche del gran premio y, por tanto, de la final del concurso tuvo lugar el 27 de agosto de 1957. Una gran expectación prevalecía en las casas de incontables televidentes que desde hacía varias semanas seguían con gran interés el desarrollo del concurso. En esta ocasión las preguntas estuvieron centradas en varias cuestiones relativas a distintas partes de la Tercera Sinfonía de Beethoven, la denominada Heroica.

Haciendo gala de su ya conocida maestría sobre el tema en que participaba, el joven mulato dio acertadas respuestas a cada una de las interrogantes, para luego explicar detenidamente cuál era el significado y sentido profundo que poseía la Tercera Sinfonía, misma que junto con la Quinta formaba una indisoluble unidad y cuyo propósito era expresar musicalmente al indomable espíritu de rebeldía que caracteriza a la naturaleza humana y que la lleva a combatir a la injusticia y al despotismo. Todas las luchas que a lo largo de milenios ha venido librando la Humanidad para romper el yugo de los tiranos y alcanzar la libertad estaban contenidas en las sonoras notas de ambas sinfonías.

El concursante terminó su exposición afirmando que, si por cualquier causa, en un remoto futuro se llegasen a olvidar y a perder las obras de Beethoven, bastaría con que se conservase el recuerdo de las cuatro primeras notas de la Quinta Sinfonía para que al escucharlas los seres humanos se sintiesen reanimados a proseguir su interminable lucha en favor de la justicia y en contra de la maldad y de la tiranía. Esas notas constituían, por tanto, el máximo legado del genial compositor.

No solo en el estudio, sino también en casas, bares y restaurantes de la isla, se escuchaban fuertes aplausos y entusiastas vítores proferidos en favor del ganador del concurso. Eran muchas las personas que se alegraban del feliz final que había tenido el evento, pero tal vez solo una alcanzó a comprender plenamente la verdad de lo ocurrido y el significado de la última afirmación del concursante.

El señor Aurelio Méndez era un español nativo de la provincia de Cáceres; siendo aún casi adolescente había participado en la Guerra Civil española combatiendo en las filas republicanas. Al instaurarse la dictadura de Francisco Franco en la Península Ibérica, el joven Méndez se había visto obligado a refugiarse en Francia. Ahí le había sorprendido el estallido de la Segunda Guerra Mundial, con la consiguiente ocupación del país galo por los ejércitos germanos. Decidido defensor de los ideales de justicia y libertad, Méndez había ingresado en las filas de la Resistencia Francesa y llevado a cabo riesgosas operaciones en contra de los invasores. En una de ellas fue capturado y sometido a crueles torturas que lo dejaron paralítico e inválido de por vida. Una vez liberado del campo de concentración y concluida la guerra, se trasladó a Cuba, en donde vivían algunos de sus familiares. Estos lo acogieron y dieron manutención, pero quedó prácticamente marginado del mundo, solo y aislado en una pequeña y calurosa habitación, en donde veía transcurrir el tiempo y crecer su amargura, sin otro entretenimiento que el de escuchar por la radio programas de música clásica de la que se había vuelto gran aficionado.

Una galopante esclerosis múltiple vino a incrementar el deterioro en el ya afectado organismo del señor Méndez, quien más que nunca se lamentaba de su existencia, calificando a esta de inútil y desventurada. Fue por entonces cuando se inició la transmisión del concurso sobre Beethoven. El señor Méndez no podía verlo, pues el único aparato de televisión de la casa se encontraba en la habitación contigua a la suya, pero lo escuchaba con profundo interés, alegrándose semanalmente con los exitosos avances del concursante.

Al escuchar las últimas palabras pronunciadas en la final del concurso, relativas a las primeras cuatro notas de la Quinta Sinfonía, un verdadero alud de recuerdos inundó la conciencia del señor Méndez. Se vio a sí mismo tomando parte en cada una de las acciones en que participara con la Resistencia Francesa en contra de los nazis. De entre todos sus recuerdos había uno que predominaba en su memoria: la reverente atención y gran sigilo con que escuchaba noche tras noche las transmisiones que llegaban de la B.B.C. de Londres, dirigidas a todos los movimientos de resistencia de la Europa ocupada. Exactamente a las 23 horas, tras de varios segundos de expectante silencio, se dejaban oír por la radio las cuatro primeras notas de la Quinta Sinfonía de Beethoven tocadas con gran vigor y luego dos palabras pronunciadas con firme acento: «Here London»(1).

1«Aquí Londres.»

En la transmisión de la estación inglesa se utilizaban diferentes idiomas con miras a difundir valiosa información para quienes luchaban contra la tiranía de Hitler.  El señor Méndez comprendía ahora que lo que había generado una especie de mística comunidad que abarcaba a buena parte de los  integrantes de los distintos movimientos de resistencia era el escuchar cada noche aquellas cuatro notas que reflejaban mejor que nada lo que es el espíritu de rebeldía de los seres humanos. Comprendió también que su vida no había sido inútil, que en alguna medida había contribuido a lograr que la humanidad superase el grave peligro que hubiese representado para su evolución el triunfo de la barbarie nazi.

Cuando algunos de sus familiares entraron a su habitación para comentar con él sobre el recién terminado concurso de televisión, el señor Méndez formuló una extraña aseveración:

—Fue el propio Beethoven quien estuvo dando todas las respuestas.


Esas fueron sus últimas palabras, al día siguiente perdió la facultad de hablar y dos días después moría. Su rostro no reflejaba ya un rictus de amargura y dolor, sino que tenía la serena expresión de quien ha cumplido su misión y se encuentra por ello satisfecho. Justo en el momento de su muerte llegaban provenientes de la radio de una casa vecina las notas de una melodía. Se estaba transmitiendo la Quinta Sinfonía de Beethoven.