Iniciando el ascenso

 
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a noche en que Jorge Berroa recibiera por vez primera un claro mensaje del más allá representó un auténtico parteaguas en su vida. Al escuchar una voz indicándole que se inscribiese para participar en un concurso de televisión sobre Beethoven, el joven decidió actuar con gran reserva y cautela. Para empezar, quiso saber quién estaba comu­nicándose con él. Al escuchar la respuesta de que era el propio Beethoven quien le hablaba, Berroa cuestionó la veracidad de semejante afirmación, alegando que el músico alemán no sabía español, y, por tanto, difícilmente podía su espíritu estar haciendo uso de este idioma.
 
La objeción de Jorge fue objeto de una inme­diata respuesta. El invisible ser, cuya voz deno­taba un carácter enérgico y autoritario, procedió a explicar que todo cuanto existe en el Universo posee la facultad de emitir vibraciones, siendo estas las que permiten que pueda darse la intercomunicación entre los distintos seres. En el caso de los denominados espíritus, las vibraciones que estos emiten para expresar sus sentimientos y pensamientos son interpretadas como lenguaje por los seres humanos que poseen facultades de mediumnidad, dándose así una comunicación que trasciende la diferencia de idiomas que pueda existir entre espíritus y médiums.
 
Jorge intentó aducir un último impedimento para llevar a cabo lo que se le indicaba. Él desconocía todo lo referente a la vida y música de Beethoven, por lo que no tenía posibilidad alguna de salir airoso en un concurso que versase sobre estos temas. El espíritu respondió que sería él quien se encargaría de contestar las preguntas que se hiciesen, y como él era Beethoven, estaba en mejor situación que nadie para dar adecuada respuesta a cuanta interrogante que al respecto pudiesen plantearle.
 
Tal y como anticipara el espíritu, así había ocurrido. Su participación en los programas de televisión había tenido un doble carácter. En los dos primeros se había concretado a responder extensamente a las preguntas, proporcionando las respuestas que Jorge repetía, pero a partir del tercero se implantó en la conciencia de este y habló directamente, dando toda clase de explicaciones sobre los motivos y propósitos que le habían guiado al crear su prodigiosa música. El éxito del concursante y del programa había sido rotundo.
 
Una vez terminado el festejo de familiares y amigos realizado para celebrar su triunfo, Jorge escuchó nuevamente y por última vez la imperativa voz de Beethoven. El músico le recomendaba que destinase parte del dinero ganado en el concurso a la compra de un buen piano. Aun cuando Jorge no veía la razón para hacerlo, pues no sabía tocar dicho instrumento ni tenía pensado aprenderlo, se comprometió a dar cumplimiento a la sugerencia que se le hacía; preguntó luego si había alguna forma en que pudiese expresar su gratitud por la ayuda recibida, y el compositor le respondió que podía ofrendarle 24 flores blancas, pues estas son siempre gratas a los espíritus. Finalmente, Beethoven dio a conocer las causas que le habían llevado a intervenir tan directamente en el mundo de los vivos. La crueldad y corrupción de la dictadura que padecía Cuba eran ya intolerables. Estaba seguro de que el hecho de que se hubiese puesto de moda su música en la isla —particularmente el que se tocasen la Tercera y Quinta Sinfonías— daría lugar a un generalizado sentimiento de rebelión que propiciaría el derrocamiento del tirano.
 
Como ha quedado dicho, la experiencia vivida por Jorge a resultas de su primer indudable contacto con quienes habitan los planos invisibles cambió el rumbo de su existencia. Hasta entonces tenía proyectado estudiar alguna carrera técnica una vez concluido el bachillerato, pero su trato con Beethoven y la recomendación de este de que adquiriese un piano (lo cual cumplió dando el resto del importe del premio a su padre, quien lo utilizó en la compra de un nuevo auto para la familia) le había llevado a la determinación de convertirse en músico.
 
Sin escuchar las opiniones de quienes consideraban que tenía ya demasiada edad para iniciarse por el camino de la música profesional, Berroa se inscribió en el Conservatorio Municipal de Música de La Habana, ubicado en una gran casona edificada en los años veinte. Durante su estancia en dicho lugar trabaría amistad con buen número de sus compañeros, dos de los cuales —Frank Fernández y Roberto Valera— llegarían, andando el tiempo, a ocupar puestos importantes en el ámbito cultural de Cuba.
 
Guiado por intuiciones que surgían de lo más profundo de su ser y que percibía cada vez con mayor certeza, Jorge resolvió que a los estudios encaminados a formarse como pianista y compositor debía añadir otros que le permitiesen iniciarse en la comprensión de las ideas elaboradas por los más destacados pensadores que ha tenido la humanidad. Para lograr este propósito se inscribió en la Escuela de Filosofía y Letras de la Universidad de La Habana. Con gran dedicación, comenzó a estudiar el pensamiento de los grandes filósofos de la Historia, desde los griegos hasta los filósofos alemanes del siglo xix.
 
El destino tenía reservado para Jorge la posibilidad de establecer, con varios de los grandes seres humanos del pasado, una comunicación mucho más directa que la sola lectura de sus libros. En el Conservatorio de Música había hecho amistad con una de sus maestras; cierta mañana en que la acompañó hasta la casa en que esta vivía, la maestra lo presentó a su madre, la señora Esther Gomiz.
 
—Te has tardado en llegar —afirmó la mujer con amable voz, no exenta de cierto acento de reproche—. Te he estado esperando desde que te vi concursar en televisión, conozco cuál es tu naturaleza, el don latente que posees y que si lo desarrollas te permitirá comunicarte con quienes nos han precedido en el tiempo. Si aceptas o no este don, es tu responsabilidad, algo que solo tú puedes decidir, como también será únicamente tuya la decisión respecto a la forma de hacer uso de ese privilegio que te fue otorgado por la Providencia Divina. Yo solo podría ayudarte a despertar tus aptitudes, si es que te comprometes desde un principio a utilizarlas, no para una vanagloria o enriquecimiento personal, sino para ayudar a los demás a encender su luz interior y a encontrar su camino.
 
Jorge no estaba tan sorprendido con lo que escuchaba, en realidad llevaba mucho tiempo aguardando que le aconteciese algo semejante a ese encuentro. Mientras la mujer hablaba no dejó de observarla. Era un ser poseedor de una relevante personalidad que se ponía de manifiesto en cada uno de sus gestos y movimientos. Había una patente fuerza y energía que emanaba de ella, pero esto no inspiraba temor o desconfianza, antes al contrario, su sola presencia parecía crear un ambiente de serenidad y confianza. Sus rasgos físicos correspondían a los de una mulata de unos sesenta años de edad, alta y fornida, con un rostro de gruesas facciones y una mirada a un tiempo penetrante y bondadosa.
 
Se inició el diálogo. Berroa habló largamente, relatando por vez primera las distintas vivencias que había tenido en su hasta entonces intermitente proceso de comunicación con los planos invisibles. Sus primeras impresiones infantiles al sentirse rodeado de inmateriales presencias. Las fugaces visiones de colores sin forma y la audición de voces remotas e incoherentes. El ir percibiendo siluetas de seres transparentes con características diferentes, y, finalmente, la clara percepción de la voz de Beethoven, indicándole primero lo que tenía que contestar y respondiendo luego directamente a través de él a las preguntas del concurso.
 
Tras de escuchar con paciente atención las revelaciones que sé le hacían, doña Esther procedió a explicar que la comunicación entre los seres humanos y toda clase de espíritus era algo que se había dado siempre. La facultad de los médiums consistía no solo en ser conscientes de la existencia de esa interconexión, sino en poder servir de instrumento para facilitarla. Ahora bien, existían muy diversas clases de médiums atendiendo al diferente nivel del plano con el cual lograban conectarse. Así, por ejemplo, en lo que se refería específicamente a los muertos, estos ocupaban en el más allá distintos lugares de acuerdo con su calidad de vibración, resultante a la vez de la totalidad de sus experiencias y de la conducta asumida en vida.
 
La inmensa mayoría de los médiums —prosiguió explicando doña Esther— alcanzan tan solo a contactar con espíritus que pueblan los más bajos niveles de la escala en los mundos inmateriales. Seres que ni siquiera se han percatado de que han muerto, o bien que, habiendo tomado conciencia de su deceso, continúan aferrados a los vicios y pasiones que los dominaron en vida, padeciendo por ello inenarrables torturas y sufrimientos al no poder dar satisfacción a sus negativos deseos y perversa emotividad. Nada bueno podía esperarse de la comunicación con dichos seres; tan solo incrementar la confusión y el desconcierto tanto en los espíritus como en los vivos. No era de extrañar que un alto porcentaje de los médiums que llevaban a cabo esta clase de enlaces terminasen seriamente afectados en sus facultades mentales. La labor de quienes podían calificarse como auténticos médiums era muy otra. Se trataba de lograr ser una especie de puente entre la humanidad y las sutiles vibraciones que para beneficio de esta emanan de los seres que moran en los círculos celestes, incluyendo desde luego a los espíritus de aquellos humanos que alcanzaron en vida una gran espiritualidad.
 
Doña Esther concluyó afirmando que el camino para llega a ser un auténtico médium era difícil y requería de una gran tenacidad y espíritu de sacrificio. El hecho de que alguien como Beethoven hubiese utilizado el conducto de Jorge para manifestarse, demostraba que este poseía las cualidades necesarias para servir como transmisor de elevados espíritus en forma permanente y no puramente ocasional; pero para ello se requería de un previo proceso de aprendizaje y de la práctica de rigurosas disciplinas. ¿Estaba dispuesto a ello?
 
 
Sin vacilación alguna, y sintiendo que daba el primer paso de un riesgoso ascenso a una alta montaña, Jorge Berroa respondió que sí.