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ÚSICA, FILOSOFÍA Y ESPÍRITUS son una buena combinación para generar una variada gama de experiencias. Si a ello añadimos el ambiente revolucionario que permeaba todas las actividades que tenían lugar en Cuba en la década de los sesenta, es de concluir que Jorge Berroa no tenía mucho tiempo para aburrirse, y que la transformación que estaba operándose en su interior se producía en una forma mucho más radical y acelerada que la que estaba aconteciendo en las estructuras políticas y socioeconómicas de la isla. No obstante, su intuición le decía que había algo indeterminado que le impedía avanzar a su entera satisfacción en las tres actividades a las que consagraba la totalidad de su tiempo. A pesar de que sus maestros del Conservatorio lo felicitaban por su rápido aprendizaje de la teoría y la práctica musicales, él sentía que sus interpretaciones en el piano carecían de la suficiente fuerza y belleza. Algo semejante le ocurría en lo referente a su inmersión en el campo del pensamiento, pues se daba cuenta que tan solo alcanzaba a memorizar y repetir los conceptos elaborados por los filósofos de las diferentes épocas, pero sin comprender plenamente los alcances y el auténtico significado de dichos conceptos. Finalmente, y en lo tocante a su trato con los espíritus, si bien ya le era posible establecer contacto a voluntad con los planos en los que habitan los desencarnados, tan solo lograba ver y oír a multitud de espíritus situados en muy bajos niveles de vibración, sin que le fuese dable establecer directa comunicación con los que moran en los planos superiores.
En el Conservatorio prevalecía un grato ambiente de acendrado compañerismo. Juventud y comunidad de ideales hacían que, sin ninguna dificultad, se forjasen sólidos lazos de amistad que en muchos casos habrían de perdurar para toda la vida. Jorge encontraría un grupo de amigos siempre dispuestos a compartir por igual penalidades y alegrías. Una de las integrantes del grupo era una joven blanca, poseedora de gran belleza y recio carácter, que estudiaba la carrera musical con especialización en dirección coral. Su nombre era Carmita Collado, y entre ella y Jorge fue creciendo una amistad cada vez mayor. Nunca dejaban pasar un día sin mantener largas conversaciones para intercambiar sus más íntimas confidencias. Sus gustos eran del todo semejantes, lo mismo en cuestiones musicales que cinematográficas o gastronómicas.
Una mañana del mes de abril de 1961, Jorge Berroa y Raúl Iglesias —otro de los integrantes del grupo de amigos— caminaban por la calle Galeana muy cerca del malecón. Su plática versaba sobre el incendio ocurrido la noche anterior en una casa muy cercana a la que habitaba Raúl, quien había acudido al presenciar las llamas y con riesgo de quedar atrapado por el fuego se había saltado la cerca e introducido en la casa para alertar a sus moradores, los cuales no se habían percatado del peligro que corrían. Afortunadamente todo había quedado en daños materiales sin desgracias personales. Jorge opinó que le resultaba incomprensible el que alguien pudiese no darse cuenta de que se estaba incendiando su casa. Raúl replicó que el fuego tenía muchas semejanzas con el amor, siendo una de ellas que en ocasiones los observadores externos se percatan de su existencia mucho antes de que lo hagan los propios interesados. Una vez más, Jorge manifestó un criterio del todo contrario al de su amigo. Este se detuvo, lo observó con burlona sonrisa y afirmó:
—Oye. ¿Qué ni tú ni Carmita se han dado cuenta de que están perdidamente enamorados?
Jorge dio un traspiés y estuvo a punto de rodar por el suelo, pero su descontrol corporal no era nada comparado con su conmoción interna; luego de unos instantes de silencio expresó con balbuceante acento:
—Creo que ya sé lo que sienten los que de repente descubren que su casa está en llamas.
Esa noche, el desconcertado aprendiz de médium no pudo dormir haciéndose toda clase de reflexiones. Hasta entonces había considerado que el hecho de no haber tenido nunca novia se explicaba por su falta de tiempo, derivada de las obligaciones que le imponían sus múltiples actividades. Ahora comprendía que la verdadera razón era que le habría resultado imposible establecer una relación amorosa con otra mujer que no fuese Carmita. La angustiosa pregunta que se planteaba una y otra vez era la de si sería cierto que ella estaba igualmente enamorada e inconsciente de sus sentimientos. Para resolver sus dudas no le quedaba otra alternativa que aguardar al día siguiente y hablar con la estudiante de música coral, pero aquella noche parecía que no terminaría nunca.
Desvelado y nervioso, Jorge llegó al Conservatorio y se dirigió en derechura en busca de Carmita. En cuanto la halló, le dijo que tenía que hablar algo serio con ella, y como ambos sabían que en esos momentos no había clases en el aula número nueve entraron en esta. Sin mayores preámbulos, Jorge dio a conocer su descubrimiento de la noche anterior. Una variada gama de emociones poco usuales en ella parecían dominar a la joven. Su blanca tez había enrojecido y sus ojos castaños reflejaban sorpresa y desconcierto. Cuando logró hablar, comenzó diciendo algo que Jorge ya sabía —que ella nunca había tenido un novio—, y concluyó pidiendo un plazo de 24 horas para poner en orden sus sentimientos y dar una respuesta.
Una segunda e interminable espera para el agitado ánimo de Jorge. Finalmente, llegó la respuesta y esta fue positiva. Se inició así una etapa de máxima y dual intensidad emocional para la pareja. Por una parte, el vivir la experiencia única e irrepetible que produce en el ser humano el primer y total enamoramiento. Por la otra, el tener que hacer frente a uno de los prejuicios sociales más arraigados y aberrantes: el racismo. Aun cuando el Gobierno revolucionario cubano había eliminado de las leyes y reglamentos cualquier disposición de carácter racista (aboliendo, por ejemplo, la vieja práctica de playas exclusivas para blancos), la realidad no siempre coincidía con las disposiciones legales. Las costumbres y mentalidad imperantes durante siglos se resistían al cambio y encontraban muchas formas de lograrlo. Toda la familia de Carmita era de blancos, y su madre había elaborado para su única descendiente planes matrimoniales que no incluían el emparentarse con personas de otra raza. Tras de analizar la situación, los jóvenes decidieron mantener su relación en secreto, pues el darla a conocer hubiese generado en la familia de la novia una oposición de impredecibles consecuencias, impidiéndoles quizás proseguir sus estudios.
Una mañana, Carmita se burló de sí misma calificándose de cursi por haber dicho que el estar enamorada le producía la sensación de encontrarse dentro de una fuente de luz que estaba originando su total transmutación. Jorge opinó que, cursi o no, la metáfora reflejaba también su personal experiencia, pues comenzaba a percatarse de la favorable transformación que estaba operándose en su conciencia y facultades. Su interpretación de la música ya era otra cosa, ahora esta reflejaba una calidez y vigor de las que antes carecía. En igual forma, su comprensión de las doctrinas filosóficas se había incrementado sustancialmente, desarrollando un juicio analítico que le permitía distinguir y valorar los conceptos esenciales de los pensadores de antaño, separando dichos conceptos de las elucubraciones carentes de permanente validez. Pero era en el campo de la mediumnidad donde se estaban produciendo los más importantes avances. Hasta entonces, y salvo el caso excepcional de lo ocurrido con Beethoven, Berroa solo se percataba de lo que acontecía en la parte inferior del mundo de los espíritus, e incluso no percibía los diferentes niveles en que este se subdivide, lo cual hacía que en muchas ocasiones observase a distintos espíritus ocupando un mismo espacio en confuso montón. Ahora las cosas habían empezado a cambiar, pues gradualmente había ido notando que el hecho de que en un mismo espacio coexistiesen numerosos espíritus no implicaba revoltura alguna, ya que cada uno se encontraba en diferente nivel, de tal forma que en la mayoría de los casos ni siquiera eran conscientes de la presencia de otros seres junto a ellos. Asimismo, había logrado empezar a ver y a oír a los moradores de niveles más elevados, seres que en vida habían constituido positivos ejemplos para sus semejantes en muy diversas áreas de actividad.
Doña Esther Gomiz mantenía una estrecha vigilancia de los progresivos adelantos de su discípulo, proporcionándole valiosa orientación y consejos, impartidos casi siempre en forma indirecta y aparentemente casual, e insistiendo una y otra vez en los peligros que podían derivarse para los espíritus y para los vivos de una intervención inconsciente de estos en el mundo de aquellos, siendo por tanto imprescindible contar con la anuencia y dirección de un espíritu altamente evolucionado para todo lo referente a la intercomunicación entre ambos mundos.
Cuando por fin Jorge pudo contemplar, escuchar y hablar directamente con el espíritu de don Antonio Cortina, comprendió que, al igual que doña Esther, él también había encontrado al ser que lo conduciría con inigualable destreza por los enrevesados y peligrosos caminos que comunican con el más allá. A través de un trato cada vez más frecuente con el espíritu de don Antonio, Jorge ratificó plenamente su opinión de que dicho personaje era un ser en extremo bondadoso, sabio y bromista. Escucharlo resolver con gran sencillez los más intrincados problemas constituía una invaluable enseñanza. Todos sus dichos y opiniones dejaban ver una increíble astucia y picardía. ¿Cómo era posible que quien fuera en vida esclavo de una plantación azucarera poseyese tanta sapiencia y erudición? ¿Cuál había sido su historia personal durante su estancia en la Tierra ?
Estas eran algunas de las preguntas que Jorge se hacía y cuyas respuestas fue conociendo al irse enterando poco a poco del historial de don Antonio.