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INCUENTA Y DOS ESCALONES de mármol blanco.
Al ir subiendo las escalinatas que conducían al departamento en que vivía
Esther Gomiz —ubicado en el tercer piso del número 6 de las calles de Almendares en la ciudad de La Habana —,
Jorge Berroa repasaba mentalmente la larga serie de preguntas que tenía pensado
formular en la que sería su primera clase de mediumnidad. Toda una lista de
interrogantes referidas a la forma de ser y de comportarse de los espíritus que
venía haciéndose de mucho tiempo atrás y para las que consideraba había llegado
el tiempo de conocer sus respuestas.
La puerta del departamento estaba abierta,
pero Jorge optó por tocar y aguardar a la entrada. Doña Esther apareció de
inmediato, en sus manos portaba dos grandes escobas.
—Hola chico, pasa; esta casa está
abierta siempre para todos, espíritus o humanos son bien recibidos. Hoy
tenemos mucho trabajo, la casa está muy sucia por tantas visitas y hay que
limpiarla. Ayúdame.
Al tiempo que hablaba, la mujer hizo
entrega de una de las escobas y, sin añadir palabra, empezó a barrer el piso
con vigorosos movimientos. Un tanto desconcertado, Jorge tomó la escoba que se
le ofrecía y comenzó a utilizarla. En realidad no veía la necesidad de limpiar
la pieza pues esta no tenía basura por ningún lado. Una vez que concluyeron de
barrer la sala siguieron por las otras habitaciones del amplio departamento. No
había en esos momentos ninguna otra persona en la casa. Uno de los cuartos
estaba ocupado por un gran piano, y en todas partes se veían montones de partituras
musicales; era, sin duda, el lugar de trabajo de Esther Ferrer, la amiga y
maestra de música de Jorge. Otra de las habitaciones contenía más de un millar
de libros, cuyos títulos indicaban la preferencia de su dueña por cuanto
tuviese que ver con la comunicación con el más allá; muchos de los ejemplares
revelaban una gran rareza y antigüedad. Al entrar a una amplia y bien iluminada
habitación, doña Esther afirmó:
—Esta es mi recámara.
—¿Y de quién es toda esta cachimbera?
—preguntó Jorge con extrañeza, señalando una gran colección de pipas colocadas
en estantes que ocupaban toda una pared. Las había de toda clase de formas y
tamaños, provenientes al parecer de muy distintas partes del mundo.
—Son de él —respondió doña Esther,
apuntando con la mano a un cuadro en el que aparecía representado un negro
negrísimo, ya anciano, y cuyo rostro reflejaba una enorme picardía. Acto
seguido, y con voz que ponía de manifiesto un profundo respeto, explicó:
—En vida se llamó Antonio Cortina. Tomó el
nombre de su amo, pues fue esclavo en una plantación de azúcar en el siglo
diecinueve. Su espíritu ha sido mi maestro y él es quien me guía en todo. Como
nunca cobro nada por los servicios que doy, y la gente se enteró de que a él le
gustan mucho las pipas, de seguida nos las regalan de todas clases.
Habían terminado ya de pasar las escobas
por cada una de las habitaciones, por lo que Jorge supuso que al fin daría
comienzo su tan esperada clase de mediumnidad, pero, para su decepción, doña
Esther exclamó:
—Creo que aún está muy sucia la casa, habrá
que barrer de nuevo.
Uniendo la acción a la palabra, la
impredecible mujer retornó a barrer unos pisos que lucían impecablemente
limpios. Tras unos instantes de vacilación, Jorge intuyó que tan extraña
conducta encerraba quizás el propósito de transmitirle cierta enseñanza, y sin
manifestar ningún reparo volvió a emplear la escoba con redoblado empeño, procurando
ahora no fijarse más en lo que había en los cuartos, sino mantener centrada
toda su atención en el acto mismo de barrer. No tardó en percibir resultados.
Efectivamente, «algo» había en ciertas partes que permanecía adherido al piso,
no se trataba de algún tipo de basura visible, sino de una especie de «aire»
enrarecido y denso que parecía resistirse a su desalojo.
Doña Esther se percató de inmediato de que
su joven discípulo había empezado a cobrar conciencia de la clase de trabajo
que estaban realizando, y exclamó con festivo acento:
—Muy bien, chico, vas muy rápido. Toda esta
basura son los residuos que dejan: las emociones negativas de los espíritus y
de los humanos que entran en la casa. Yo nunca le pido a nadie que venga, pero
si lo hace tampoco me opongo a su entrada. Si hablan, los escucho, y después
resuelvo, basándome en mi experiencia y en las indicaciones de don Antonio, si
debo ignorarlos o si es posible prestarles ayuda; pero hay que mantener la casa
limpia de bajas vibraciones, pues de lo contrario los que vivimos aquí pronto
enfermaríamos. Tengo que hacer unas visitas, así que te dejo a cargo de terminar
la limpieza, estoy segura de que puedes hacerlo.
Tal y como ocurriera en la primera vez, las
siguientes clases de doña Esther a Jorge —que tendrían lugar dos veces por
semana, martes y jueves— se desarrollarían siempre siguiendo un mismo estilo.
No habría nunca sesiones de preguntas y respuestas ni profundas exposiciones
sobre determinados temas. Simplemente, el discípulo seguía al pie de la letra
las indicaciones de la maestra, realizando tareas muy variadas que en ocasiones
parecían absurdas, pero que indudablemente iban despertando sus facultades de
médium. Además de la práctica y ejercicios que Berroa efectuaba para ir
desarrollando una mayor sensibilidad ante todo lo existente, su mejor medio de
aprendizaje era la sola observación de la forma de ser y de actuar de doña
Esther Gomiz.
Doña Esther llevaba una vida de lo más
activa, íntegramente dedicada al servicio desinteresado de los demás, bien
fueran estos humanos vivos o espíritus. La afirmación de que su casa estaba
siempre abierta para quien quisiese entrar en ella no era una jactancia sino
una realidad. A cualquier hora del día o de la noche llegaban gentes de todas
las edades y clases sociales, buscando ayuda para solucionar sus problemas y
aliviar sus enfermedades. Ella escuchaba pacientemente, luego hablaba con la
invisible presencia de don Antonio Cortina y finalmente expresaba una opinión.
A veces era un acertado consejo, y en otras la explicación de la forma de
emplear una terminada planta medicinal. No faltaban personas que le solicitaban
recetas para hacerse con dinero. En estos casos respondía siempre, con alegre
acento, que existía para ello un antiguo método denominado trabajo.
En algunas ocasiones, al afrontar problemas
que revestían una particular complejidad, doña Esther no se limitaba a dar su
opinión ni a repetir la del espíritu que la guiaba, sino que ejercía plenamente
sus facultades de médium, permitiendo que el espíritu de don Antonio Cortina
entrase en su conciencia y, hablando a través de ella, expusiese sus puntos de
vista sobre el particular. En estos casos se ponía de manifiesto la excepcional
generosidad y sabiduría que poseía el ser que, en vida, había padecido las
penurias inherentes al oprobioso régimen de la esclavitud. Unida a las
mencionadas cualidades destacaba igualmente la de un festivo sentido del humor,
que le llevaba a expresarse siempre con alegre optimismo, haciendo toda clase
de bromas y contagiando a quienes lo escuchaban de jovialidad y entusiasmo. Don
Antonio podía hablar durante horas enteras, impartiendo por medio de sus
cuentos y chistes profundas enseñanzas, proporcionando astutas soluciones para
enredados dilemas y revelando incluso, en muy contadas circunstancias, mágicos
secretos para lograr hacer frente a obstáculos considerados como humanamente
insuperables.
De entre la múltiple variedad de problemas
que cotidianamente doña Esther ayudaba a resolver, había uno que revestía
peculiares características: el de las personas que creían estar o realmente
estaban embrujadas. Muy pronto Jorge aprendió a percibir las notorias
diferencias entre ambos casos. Mientras que las primeras —que constituían la
inmensa mayoría— eran tan solo simples víctimas de su autosugestión, las
segundas padecían los nefastos resultados de algún trabajo de magia negra
efectuado en su contra. Al observar a su maestra combatir los efectos causados
por esta clase de operaciones, Jorge fue cobrando conciencia del grado de
intensidad que tiene en el interior del alma humana la lucha que se libra en el
universo entero entre la luz y las tinieblas. ¿Cómo podían existir seres
poseedores de una perversidad o inconsciencia capaces de desear e incluso
producir en sus semejantes tan graves daños?
En cierta ocasión, doña Esther pidió a
Jorge que la acompañase a una casa ubicada en el centro de La Habana y le advirtió que
iba a ser testigo de un evento muy especial. En el domicilio les aguardaban
cuatro personas. Tres ancianos de raza negra que, al parecer, eran de
diferentes regiones de la isla, y una mujer blanca cuya forma de hablar
denotaba su origen mexicano. Ninguno de los allí presentes eran personas
comunes, en los rostros y en las miradas de todos se manifestaba una mezcla de
energía y bondad que emana de aquellos que han alcanzado una elevada
espiritualidad. Sin pronunciar palabra, los tres ancianos y las dos mujeres se
sentaron en el suelo formando un círculo y entraron al instante en un profundo
trance. Era evidente que todos eran médiums y estaban invocando a sus
respectivos espíritus guías. En la habitación se percibía una atmósfera de enigma
y tensión, Jorge estaba seguro de que algo excepcional estaba por ocurrir. Y
así fue. Repentinamente en el centro del círculo humano se materializó un
pedazo de roca que chorreaba agua y al cual estaban adheridas plantas marinas y
una pequeña muñeca de trapo perforada con numerosos alfileres.
Las expresiones reflejadas en los rostros
de los médiums dejaban ver que estos habían retornado a un estado de percepción
ordinaria y que se encontraban muy satisfechos con la tarea realizada. La
mexicana se puso de pie y, extrayendo de su bolsa de mano un cuchillo y un
limón, partió este en dos mitades, acto seguido exprimió con fuerza el cítrico
haciendo que el jugo cayese sobre la muñeca de trapo, luego dijo:
—Lo logramos, el maleficio practicado en
contra de nuestra hermana ha sido anulado.
Jorge comprendió que le había sido dado
presenciar un episodio más en la inacabable guerra que libran dos fuerzas
antagónicas por la conducción de cuanto existe en el universo.